Aquella mañana, al despertar, después de una larguísima noche de confidencias,
me sentí reflejada en tu rostro. Dormida aún, acurrucada, entre tus sábanas y tu sonrisa, descubrí el mejor lugar donde estar perdida.
Y bailé unas palabras de amor en silencio, sentada en el bucle inocente de tu mirada infantil. Te uniste a mi vivir, incrustándote en mis ojos.
¡Eras real! Eras el lugar donde mi piel, muda, te sonreía.
El color de tu aroma, ese perfume intenso que desprendías, desvaneció cualquier duda, acercándome a tu viviente confianza. Y me sentí feliz al descubrir el calor de tus pupilas.
El susurrante matiz de tu voz, dulce y paternal en su firmeza... como una lisonja en mis labios, brilló poderosa en el aire de la habitación.
Secretamente me abandoné en ella, ignorando mi aletargada imagen que delicadamente presenciabas, seductor y poderoso.
Aquella mañana, el ardiente tacto de tu apaciguadora mano, suavizó el alma castigada de tu sedosa caricia. Y esa consciencia mansa que me habita, tatuó mi piel como un invisible y complaciente suspiro.
Ali Avila©
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